Aura | Lección 2


 




Aura

de Carlos Fuentes










A MANOLO Y TERE BARBACHANO




Ella te sorprendera observando la mesa de noche, los frascos de distinto color, los vasos, las cucharas de aluminio, los cartuchos alineados de pildoras y comprimidos, los demas vasos manchados de liquidos blancuzcos que estan dispuestos en el suelo, al alcance de la mano de la mujer recostada sobre esta cama baja. Entonces te daras cuenta de que es una cama apenas elevada sobre el ras del suelo, cuando el conejo salte y se pierda en la oscuridad.

— Le ofrezco cuatro mil pesos.
— Si, eso dice el aviso de hoy.
— Ah, entonces ya salió.
— Si, ya salió.
— Se trata de los papeles de mi marido, el general Llorente. Deben ser ordenados antes de que muera. Deben ser publicados. Lo he decidido hace poco.
— Y el propio general, ¿no se encuentra capacitado para...?
— Murió hace sesenta años, señor. Son sus memorias inconclusas. Deben ser completadas. Antes de que yo muera.
— Pero...
—Yo le informare de todo. Usted aprenderá a redactar en el estilo de mi esposo. Le bastará ordenar y leer los papeles para sentirse fascinado por esa prosa, por esa transparencia, esa, esa. . .
— Si, comprendo.
— Saga. Saga. ¿Dónde esta? Ici, Saga...
— ¿Quién?
— Mi compañía.
— ¿El conejo?
— Si, volverá.

Levantaras los ojos, que habías mantenido bajos, y ella ya habrá cerrado los labios, pero esa palabra. 

— Volverá— 

Vuelves a escucharla como si la anciana la estuviese pronunciando en ese momento. Permanecen inmóviles. Tú miras hacia atrás; te ciega el brillo de la corona parpadeante de objetos religiosos. Cuando vuelves a mirar a la señora, sientes que sus ojos se han abierto desmesuradamente y que son claros, líquidos, inmensos, casi del color de la cornea amarillenta que los rodea, de manera que solo el punto negro de la pupila rompe esa claridad perdida, minutos antes, en los pliegues gruesos de los párpados caídos como para proteger esa mirada que ahora vuelve a esconderse

— A retraerse, piensas— en el fondo de su cueva seca.
— Entonces se quedara usted. Su cuarto esta arriba. Allí si entra la luz.
— Quizás, señora, seria mejor que no la importunara. Yo puedo seguir viviendo donde siempre y revisar los papeles en mi propia casa...
— Mis condiciones son que viva aquí. No queda mucho tiempo.
— No se...
— Aura...

La señora se moverá por la primera vez desde que tu entraste a su recamara; al extender otra vez su 
mano, tu sientes esa respiración agitada a tu lado y entre la mujer y tu se extiende otra mano que toca 
los dedos de la anciana. Miras a un lado y la muchacha esta allí, esa muchacha que no alcanzas a ver de 
cuerpo entero porque esta tan cerca de ti y su aparición fue imprevista, sin ningún ruido.

— ni siquiera los ruidos que no se escuchan pero que son reales porque se recuerdan inmediatamente, 
porque a pesar de todo son mas fuertes que el silencio que los acompaño.
— Le dije que regresaría...
— ¿Quien?
— Aura. Mi compañera. Mi sobrina.
— Buenas tardes.

La joven inclinara la cabeza y la anciana, al mismo tiempo que ella, remedara el gesto.

— Es el señor Montero. Va a vivir con nosotras

Te moverás unos pasos para que la luz de las veladoras no te ciegue. La muchacha mantiene los ojos 
cerrados, las manos cruzadas sobre un muslo: no te mira. Abre los ojos poco a poco, como si temiera los 
fulgores de la recamara. Al fin, podrás ver esos ojos de mar que fluyen, se hacen espuma, vuelven a la
calma verde, vuelven a inflamarse como una ola: tú los ves y te repites que no es cierto, que son unos 
hermosos ojos verdes idénticos a todos los hermosos ojos verdes que has conocido o podrás conocer.

Sin embargo, no te engañas: esos ojos fluyen, se transforman, como si te ofrecieran un paisaje que sola 
tú puedes adivinar y desear.

—Si. Voy a vivir con ustedes.