Aura | Notas de la Lección 3



Aura

de Carlos Fuentes











En la clase de anoche hablamos sobre Consuelo, la anciana de la novela. Conversamos sobre la vejez.

La vejez es la irremediable talla del tiempo en el ser.En los tiempos modernos aunque la vejez es más tardía, también es más difícil por la rapidez con la que cambia el entorno, gracias a la tecnología.

Hay excepciones pero las generalidades nos dicen:

A principios del siglo XX las personas nacían y morían más o menos 60 años, en un entorno muy poco cambiante; por eso los viejos eran portadores de un conocimiento útil para la comunidad. Desde la segunda mitad del siglo XX la ciencia, la medicina y las condiciones de vida retrasan la vejez, pero la tecnología transforma muy rápidamente el entorno, entonces el conocimiento de los mayores, no tiene vigencia.

No nos gusta examinar la vejez porque contiene muchas pérdidas, hasta la pérdida definitiva del ser, que es la muerte.

El ser humano es el único ser capaz de anticipar lo que será (desaparición y olvido).

En la ancianidad perdemos funciones orgánicas (corporales y es posible intelectuales), hay una pérdida de la estética, del erotismo, el movimiento es más lento y con radio limitado.

La vejez no es bella ni grata; es muy difícil acceder a esa etapa de la vida con aceptación y conciencia de las limitaciones.

Sin dogmatismo, encontrarle sentido al pasado; para poder dialogar sobre la propia vida, fluir con el presente y darle sentido, proyección y acción al tiempo futuro.

"Sentido" es significante, diferente a "contenido" que es llenar el tiempo de un hacer inútil y prescindible.

Definitivamente necesitamos una cultura social más solidaria, capaz de entender que las limitaciones de la vejez.

Hablamos también de la atracción que ejerce Aura sobre Felipe, quien hechizado por lo indescifrable y lo misterioso que ella representa; acepta vivir en la casa, la oscuridad, la rareza del ambiente y las excentricidades de la vieja.




Aura | Lección 3


 
 



Aura

de Carlos Fuentes









A MANOLO Y TERE BARBACHANO


LA ANCIANA SONREIRA, INCLUSO REIRA CON SU TIMBRE agudo y dirá que 
le agrada tu buena voluntad y que la joven te mostrara tu recamara, mientras tu piensas en el sueldo de cuatro mil pesos, el trabajo que puede ser agradable porque a ti te gustan estas tareas meticulosas de investigación, que excluyen el esfuerzo físico, el traslado de un lugar a otro, los encuentros inevitables y molestos con otras personas. Piensas en todo esto al seguir los pasos de la joven.

— te das cuenta de que no la sigues con la vista, sino con el oído: sigues el susurro de la falda, el crujido de una tafeta — y estas ansiando, ya, mirar nuevamente esos ojos. Asciendes detrás del ruido, en medio de la oscuridad, sin acostumbrarte aún a las tinieblas: recuerdas que deben ser cerca de las seis de la tarde y te sorprende la inundación de luz de tu recamara, cuando la mano de Aura empuje la puerta.
— Otra puerta sin cerradura— y en seguida se aparte de ella y te diga:
— Aquí es su cuarto. Lo esperamos a cenar dentro de una hora.

Y se alejara, con ese ruido de tafeta, sin que hayas podido ver otra vez su rostro.

Cierras —empujas— la puerta detrás de ti y al fin levantas los ojos hacia el tragaluz inmenso que hace las veces de techo. Sonríes al darte cuenta de que ha bastado la luz del crepúsculo para cegarte y contrastar con la penumbra del resto de la casa. Pruebas, con alegría, la blandura del colchón en la cama de metal dorado y recorres con la mirada el cuarto: el tapete de lana roja, los muros empapelados, oro y oliva, el sillón de terciopelo rojo, la vieja mesa de trabajo, nogal y cuero verde, la lámpara antigua, de quinqué, luz opaca de tus noches de investigación, el estante clavado encima de la mesa, al alcance de tu mano, con los tomos encuadernados. Caminas hacia la otra puerta y al empujarla descubres un baño pasado de moda: tina de cuatro patas, con florecillas pintadas sobre la porcelana, un aguamanil azul, un retrete incomodo. Te observas en el gran espejo ovalado del guardarropa, también de nogal, colocado en la sala de baño. Mueves tus cejas pobladas, tu boca larga y gruesa que llena de vaho el espejo; cierras tus ojos negros y, al abrirlos, el vaho habrá desaparecido. Dejas de contener la respiración y te pasas una mano por el pelo oscuro y lacio; tocas con ella tu perfil recto, tus mejillas delgadas. Cuando el vaho opaque otra vez el rostro, estarás repitiendo ese nombre, Aura.

Consultas el reloj, después de fumar dos cigarrillos, recostado en la cama. De pie, te pones el saco y te pasas el peine por el cabello. Empujas la puerta y tratas de recordar el camino que recorriste al subir. Quisieras dejar la puerta abierta, para que la luz del quinqué te guié: es imposible, porque los resortes la cierran. Podrías entretenerte columpiando esa puerta. Podrías tomar el quinqué y descender con el. Renuncias porque ya sabes que esta casa siempre se encuentra a oscuras. Te obligaras a conocerla y reconocerla por el tacto. Avanzas con cautela, como un ciego, con los brazos extendidos, rozando la pared, y es tu hombro lo que, inadvertidamente, aprieta el contacto de la luz eléctrica. Te detienes, guiñando, en el centre iluminado de ese largo pasillo desnudo. Al fondo, el pasamanos y la escalera de caracol.

Desciendes contando los peldaños: otra costumbre inmediata que te habrá impuesto la casa de la señora Llorente. Bajas contando y das un paso atrás cuando encuentres los ojos rosados del conejo que en seguida te da la espalda y sale saltando.

No tienes tiempo de detenerte en el vestíbulo porque Aura, desde una puerta entreabierta de cristales opacos, te estará esperando con el candelabro en la mano. Caminas, sonriendo, hacia ella; te detienes al escuchar los maullidos dolorosos de varios gatos — si, te detienes a escuchar, ya cerca de la mano de Aura, para cerciorarte de que son varios gatos — y la sigues a la sala: Son los gatos —dirá Aura—. Hay tanto ratón en esta parte de la ciudad.

Cruzan el salón: muebles forrados de seda mate, vitrinas donde han sido colocados muñecos de porcelana, relojes musicales, condecoraciones y bolas de cristal; tapetes de diseño persa, cuadros con es-cenas bucólicas, las cortinas de
terciopelo verde corridas. Aura viste de verde.

— ¿Se encuentra cómodo?
—Si. Pero necesito recoger mis cosas en la casa donde...
—No es necesario. El criado ya fue a buscarlas.
—No se hubieran molestado.

Entras, siempre detrás de ella, al comedor. Ella colocara el candelabro en el centre de la mesa; tú sientes un frió húmedo. Todos los muros del salón están recubiertos de una madera oscura, labrada al estilo gótico, con ojivas y rosetones calados. Los gatos han dejado de maullar. Al tomar asiento, notas que han sido dispuestos cuatro cubiertos y que hay dos platones calientes bajo cacerolas de plata y una botella vieja y brillante por el limo verdoso que la cubre.

Aura apartara la cacerola. Tú aspiras el olor pungente de los riñones en salsa de cebolla que ella te sirve mientras tu tomas la botella vieja y llenas los vasos de cristal cortado con ese liquido rojo y espeso. Tratas, por curiosidad, de leer la etiqueta del vino, pero el limo lo impide. Del otro platón, Aura toma unos tomates enteros, asados.

— Perdón —dices, observando los dos cubiertos extra, las dos sillas desocupadas 
— ¿Esperamos a alguien más?

Aura continúa sirviendo los tomates:

— No. La señora Consuelo se siente débil esta noche. No nos acompañara.
— ¿La señora Consuelo? ¿Su tía?
— Si. Le ruega que pase a verla después de la cena.

Comen en silencio. Beben ese vino particularmente espeso, y tú desvías una y otra vez la mirada para que Aura no te sorprenda en esa impudicia hipnótica que no puedes controlar. Quieres, aún entonces, fijar las facciones de la muchacha en tu mente. Cada vez que desvíes la mirada, las habrás olvidado ya y una urgencia impostergable te obligara a mirarla de nuevo. Ella mantiene, como siempre, la mirada baja y tú, al buscar el paquete de cigarrillos en la bolsa del saco, encuentras ese llavín, recuerdas, le dices a Aura:

— ¡Ah! Divide que un cajón de mi mesa esta cerrado con llave. Allí tengo mis documentos. Y ella murmurara:
— Entonces. . . ¿quiere usted salir?

Lo dice como un reproche. Tú te sientes confundido y alargas la mano con el llavín colgado de un dedo, se lo ofreces.

— No urge.

Pero ella se aparta del contacto de tus manos, mantiene las suyas sobre el regazo, al fin levanta la mirada y tu vuelves a dudar de tus sentidos, atribuyes al vino el aturdimiento, el mareo que te producen esos ojos verdes, limpios, brillantes, y te pones de pie, detrás de Aura, acariciando el respaldo de madera de la silla gótica, sin atreverte a tocar los hombros desnudos de la muchacha, la cabeza que se mantiene inmóvil. Haces un esfuerzo para contenerte, distraes tu atención escuchando el batir imperceptible de otra puerta, a tus espaldas, que debe conducir a la cocina, descompones los dos elementos plásticos del comedor: el círculo de luz compacta que arroja el candelabro y que ilumina la mesa y un extremo del muro labrado, el círculo mayor, de sombra, que rodea al primero. Tienes, al fin, el valor de acercarte a ella, tomar su mano, abrirla y colocar el llavero, la prenda, sobre esa palma lisa.

La veras apretar el puño, buscar tu mirada, murmurar:

— Gracias. . —, levantarse, abandonar de prisa el comedor.

Tú tomas el lugar de Aura, estiras las piernas, enciendes un cigarrillo, invadido por un placer que jamás has conocido, que sabias parte de ti, pero que solo ahora experimentas plenamente, liberándolo, arrojándolo fuera porque sabes que esta vez encontrara respuesta... Y la señora Consuelo te espera: ella te lo advirtió: te espera después de la cena...

Has aprendido el camino. Tomas el candelabro y cruzas la sala y el vestíbulo. La primera puerta, frente a ti, es la de la anciana. Tocas con los nudillos, sin obtener respuesta. Tocas otra vez. Empujas la puerta: ella te espera. Entras con cautela, murmurando:

— Señora. . . Señora...

Ella no te habrá escuchado, porque la descubres hincada ante ese muro de las devociones, con la cabeza apoyada contra los puños cerrados. La ves de lejos: hincada, cubierta por ese camisón de lana burda, con la cabeza hundida en los hombros delgados: delgada como una escultura medieval, emaciada: las piernas se asoman como dos hebras debajo del camisón, llacas, cubiertas por una erisipela inflamada; piensas en el roce continuo de la tosca lana sobre la piel, hasta que ella levanta los puños y pega al aire sin fuerzas, como si librara una batalla contra las imágenes que, al acercarte, empiezas a distinguir: Cristo, Maria, San Sebastián, Santa Lucia, el Arcángel Miguel, los demonios sonrientes, los únicos sonrientes en esta iconografía del dolor y la cólera: sonrientes porque, en el viejo grabado iluminado por las veladoras, ensartan los tridentes en la piel de los condenados, les vacían calderones de agua hirviente, violan a las mujeres, se embriagan, gozan de la libertad vedada a los santos. Te acercas a esa imagen central, rodeada por las lagrimas de la Dolorosa, la sangre del Crucificado, el gozo de Luzbel, la cólera del Arcángel, las vísceras conservadas en frascos de alcohol, los corazones de plata: la señora Consuelo, de rodillas, amenaza con los puños, balbucea las palabras que, ya cerca de ella, puedes escuchar:

—Llega, Ciudad de Dios; suena, trompeta de Gabriel; ¡Ay, pero como tarda en morir el mundo!

Se golpeara el pecho hasta derrumbarse, frente a las imágenes y las veladoras, con un acceso de tos. Tú la tomas de los codos, la conduces dulcemente hacia la cama, te sorprendes del tamaño de la mujer: casi una niña, doblada, corcovada, con la espina dorsal vencida: sabes que, de no ser por tu apoyo, tendría que regresar a gatas a la cama. La recuestas en el gran lecho de migajas y edredones viejos, la cubres, esperas a que su respiración se regularice, mientras las lágrimas involuntarias le corren por las mejillas transparentes.

— Perdón . .. Perdón, señor Montero ... A las viejas solo nos queda. .. el placer de la devoción.. . Páseme el pañuelo, por favor.
— La señorita Aura me dijo. . .
— Si, exactamente. No quiero que perdamos tiempo ... Debe . .. debe empezar a trabajar cuanto antes . . Gracias ...
— Trate usted de descansar.
— Gracias ... Tome ...

La vieja se llevara las manos al cuello, lo desabotonara, bajara la cabeza para quitarse ese listen morado, luido, que ahora te entrega: pesado, porque una llave de cobre cuelga de la cinta.

— En aquel rincón . . . Abra ese baúl y traiga los papeles que están a la derecha, encima de los de-mas . . . amarrados con un cordón amarillo ...
— No veo muy bien ...
— Ah, si... Es que yo estoy tan acostumbrada a las tinieblas. A mi derecha. . . Camine y tropezara con el arcón. . . Es que nos amurallaron, señor Montero. Han construido alrededor de nosotras, nos han quitado la luz. Han querido obligarme a vender. Muertas, antes. Esta casa esta llena de recuerdos para nosotras. Solo muerta me sacaran de aquí. .. Eso es. Gracias. Puede usted empezar a leer esta parte. Ya le iré entregando las demás. Buenas noches, señor Montero. Gracias. Mire: su candelabro se ha apagado. Enciéndalo afuera, por favor. No, no, quédese con la llave. Acéptela. Confió en usted.
— Señora . . . Hay un nido de ratones en aquel rincón...
— ¿Ratones? Es que yo nunca voy hasta allá ...
— Debería usted traer a los gatos aquí.
— ¿Gatos? ¿Cuales gatos? Buenas noches. Voy a dormir. Estoy fatigada.
— Buenas noches.


Aura | Notas de la Lección 2




Aura

de Carlos Fuentes















Hay elementos que nos permiten establecer relaciones con la brujería: la oscuridad y la humedad de la casa, la presencia de los gatos (animal preferido de la bruja), el conejo como acompañante de la viuda, los frascos vacíos en el cuarto de la anciana, las imágenes iluminadas, los rezos, el color verde como simbología de la naturaleza, de los campos sobre los cuales se realizan los aquelarres (Sabath/reunión de brujas con el demonio).

El primer encuentro con Aura es fáustico, crucial para Felipe. Por la presencia de Aura, Felipe tiene un desdoblamiento de su voluntad, queda hipnotizado atraído por lo indescifrable y lo misterioso que ella representa y acepta vivir en la casa.
Los apasionantes ojos verdes, la figura misteriosa y delicada, guía a Felipe hacia otra dimensión de vida, que él, desconcertado, acabará aceptando como propia.

LAS BRUJAS

En la Edad Media, las brujas-hechiceras tan temidas como respetadas, eran llamadas "bella donnas"; nombre de la planta curativa que aliviaba los males postparto, muy utilizada entre las mujeres en un mundo anterior a la Medicina.

Aunque la creencia en la brujería está documentada desde épocas muy remotas de la historia de Europa, fue a partir del siglo XIII cuando la idea se convirtió en una auténtica obsesión y empezaron a desencadenarse persecuciones organizadas por la Iglesia.

El período más intenso de caza de brujas fue la segunda mitad del siglo XVI y se prolongó hasta 1660.

Esta fase se corresponde a la llamada «pequeña era glacial»: un empeoramiento climático que trajo malas cosechas y carestías; que afecto a varias áreas de Europa entre 1580 y 1630, al que siguió la trágica oleada de peste de 1630.

Facilitada por la ignorancia y el oscurantismo, la caza de brujas, fue el intento de someter a las mujeres a un rol inferior en la sociedad. Hoy es posible ver las consecuencias de esa persecución.

La expresión "Caceria de brujas" se usa como persecución política. Por ejemplo el Macartismo (McCarthyism).



Les recomiendo leer "Caliban y la bruja"

Las Brujas de Salem de Arthur Miller  (teatro)

Aura | Lección 2


 




Aura

de Carlos Fuentes










A MANOLO Y TERE BARBACHANO




Ella te sorprendera observando la mesa de noche, los frascos de distinto color, los vasos, las cucharas de aluminio, los cartuchos alineados de pildoras y comprimidos, los demas vasos manchados de liquidos blancuzcos que estan dispuestos en el suelo, al alcance de la mano de la mujer recostada sobre esta cama baja. Entonces te daras cuenta de que es una cama apenas elevada sobre el ras del suelo, cuando el conejo salte y se pierda en la oscuridad.

— Le ofrezco cuatro mil pesos.
— Si, eso dice el aviso de hoy.
— Ah, entonces ya salió.
— Si, ya salió.
— Se trata de los papeles de mi marido, el general Llorente. Deben ser ordenados antes de que muera. Deben ser publicados. Lo he decidido hace poco.
— Y el propio general, ¿no se encuentra capacitado para...?
— Murió hace sesenta años, señor. Son sus memorias inconclusas. Deben ser completadas. Antes de que yo muera.
— Pero...
—Yo le informare de todo. Usted aprenderá a redactar en el estilo de mi esposo. Le bastará ordenar y leer los papeles para sentirse fascinado por esa prosa, por esa transparencia, esa, esa. . .
— Si, comprendo.
— Saga. Saga. ¿Dónde esta? Ici, Saga...
— ¿Quién?
— Mi compañía.
— ¿El conejo?
— Si, volverá.

Levantaras los ojos, que habías mantenido bajos, y ella ya habrá cerrado los labios, pero esa palabra. 

— Volverá— 

Vuelves a escucharla como si la anciana la estuviese pronunciando en ese momento. Permanecen inmóviles. Tú miras hacia atrás; te ciega el brillo de la corona parpadeante de objetos religiosos. Cuando vuelves a mirar a la señora, sientes que sus ojos se han abierto desmesuradamente y que son claros, líquidos, inmensos, casi del color de la cornea amarillenta que los rodea, de manera que solo el punto negro de la pupila rompe esa claridad perdida, minutos antes, en los pliegues gruesos de los párpados caídos como para proteger esa mirada que ahora vuelve a esconderse

— A retraerse, piensas— en el fondo de su cueva seca.
— Entonces se quedara usted. Su cuarto esta arriba. Allí si entra la luz.
— Quizás, señora, seria mejor que no la importunara. Yo puedo seguir viviendo donde siempre y revisar los papeles en mi propia casa...
— Mis condiciones son que viva aquí. No queda mucho tiempo.
— No se...
— Aura...

La señora se moverá por la primera vez desde que tu entraste a su recamara; al extender otra vez su 
mano, tu sientes esa respiración agitada a tu lado y entre la mujer y tu se extiende otra mano que toca 
los dedos de la anciana. Miras a un lado y la muchacha esta allí, esa muchacha que no alcanzas a ver de 
cuerpo entero porque esta tan cerca de ti y su aparición fue imprevista, sin ningún ruido.

— ni siquiera los ruidos que no se escuchan pero que son reales porque se recuerdan inmediatamente, 
porque a pesar de todo son mas fuertes que el silencio que los acompaño.
— Le dije que regresaría...
— ¿Quien?
— Aura. Mi compañera. Mi sobrina.
— Buenas tardes.

La joven inclinara la cabeza y la anciana, al mismo tiempo que ella, remedara el gesto.

— Es el señor Montero. Va a vivir con nosotras

Te moverás unos pasos para que la luz de las veladoras no te ciegue. La muchacha mantiene los ojos 
cerrados, las manos cruzadas sobre un muslo: no te mira. Abre los ojos poco a poco, como si temiera los 
fulgores de la recamara. Al fin, podrás ver esos ojos de mar que fluyen, se hacen espuma, vuelven a la
calma verde, vuelven a inflamarse como una ola: tú los ves y te repites que no es cierto, que son unos 
hermosos ojos verdes idénticos a todos los hermosos ojos verdes que has conocido o podrás conocer.

Sin embargo, no te engañas: esos ojos fluyen, se transforman, como si te ofrecieran un paisaje que sola 
tú puedes adivinar y desear.

—Si. Voy a vivir con ustedes.

Aura | Notas de la Lección 1





Aura

de Carlos Fuentes









"Aura" de Carlos Fuentes es una novela fantástica de inspiración gótica.

Al abrir la novela hay un epigrafe de  Jules Michelet: cita el papel "original" –de la Edad Media- de  la mujer-madre que representa la tierra, protectora y nodriza, con poderes “mágicos”para curar y transformar el entorno.  (Las condiciones que originarón el surgimiento de estas mujeres, derivaron en estricto control, restricción y persecución, que ejerció la Iglesia sobre lo que designó como herejía; recuerden las Cacerías de brujas de la inquisición)

Con una definición de la mujer como: 

INTRIGA – SUEÑO- MADRE - FANTASÍA – VISIÓN- DIOSES – ALAS –DESEO- IMAGINACIÓN.

El epígrafe nos adelanta el argumento de la historia. Muestra una distinción medieval  entre los dos sexos y el poder de la mujer como fuerza originadora y preservadora del destino de la humanidad. La mujer está dotada de la capacidad de una segunda visión, y esto nos acerca directamente al poder de la hechicería, de los sueños. Puede crear mundos paralelos, una realidad más allá de las cosas mismas.

Significado de  Aura


·         "un viento suave y apacible"

·         "atmósfera irreal que rodea a ciertos seres"

·         "energía luminosa que emiten las personas"

·         «Aura» es un «ave rapaz diurna, de América, de cabeza desnuda y plumaje negro, que tiene olor nauseabundo y se alimenta de animales muertos.

El lector tiene una vivencia nueva, siente que las palabras juegan y que ese juego le produce sensaciones y lo conduce a atmósferas en donde se confunde el olor a moho de las habitaciones y el asco de los nidos de ratas con las coincidencias incomprensibles.

Aura comienza con las siguientes palabras:

LEES ESE ANUNCIO: UNA OFERTA DE ESA NATURALEZA no se hace todos los días. Lees y relees el aviso. Parece dirigido a ti, a nadie más. Distraído, dejas que la ceniza del cigarro caiga dentro de la taza de té que has estado bebiendo en este cafetín sucio y barato. Tú releerás. Se solicita historiador joven.

Un narrador que se dirige a ese otro de quien describe sus propias acciones: "tú lees ese anuncio, lees y relees, dejas que la ceniza caiga…"

Los verbos en presente de segunda persona que indican las acciones que realiza Felipe Montero, nos hacen sentir que el narrador narra con certeza, sus palabras cobran un carácter performativo: lo que ocurre, ocurre por que el narrador así lo dice.

Si la palabra anticipa el futuro, el futuro entonces, ocurre ahora. "Tú releerás", empezamos a sentir esta otra dimensión del tiempo en el que ingresamos: es el tiempo de la clarividencia.

La realidad aparece con sus palabras. Las palabras  desatan la acción.

Un narrador certero y clarividente será el guía que nos llevará a un universo fantasmagórico, donde el tiempo no responde a nuestra racionalidad sino a sus propias reglas y ciclos.


Aura | Lección 1


          

     

Aura

de Carlos Fuentes











A MANOLO Y TERE BARBACHANO



Primera edición: 1962
40a. reimpresi6n: 2001
ISBN: 968-411-181-9
© 1962, Carlos Fuentes
DR © Ediciones Era, S. A. de C. V.
Calle del Trabajo 31,14269 México, D. F. Impreso y hecho en México
Printed and made in México
Este libro no puede ser fotocopiado, ni reproducido total o parcialmente, por ningún medio o método, sin la autorización por escrito del editor.
This book may not be reproduced, in whole or in part,

in any form, without written permission from the publishers

   


El hombre caza y lucha. La mujer intriga y sueña;
es la madre de la fantasía, de los dioses.
Posee la segunda visión, las alas que le permiten volar hacia el infinito
del deseo y de la imaginación...
Los dioses son como los hombres: nacen y mueren sobre el pecho de una mujer...


JULES MICHELET    



Lees ese anuncio: Una oferta de esa naturaleza no se hace todos los días. Lees y relees el aviso. Parece dirigido a ti, a nadie más. Distraído, dejas que la ceniza del cigarro caiga dentro de la taza de te que has estado bebiendo en este cafetín sucio y barato. Tú releerás. Se solicita historiador joven. Ordenado. Escrupuloso. Conocedor de la lengua francesa. Conocimiento perfecto, coloquial. Capaz de desempeñar labores de secretario. Juventud, conocimiento del francés, preferible si ha vivido en Francia algún tiempo. Tres mil pesos mensuales, comida y recamara cómoda, asoleada, apropiada estudio. Solo falta tu nombre. Solo falta que las letras más negras y llamativas del aviso informen: Felipe Montero. Se solicita Felipe Montero, antiguo becario en la Sorbona, historiador cargado de datos inútiles, acostumbrado a exhumar papeles amarillentos, profesor auxiliar en escuelas particulares, novecientos pesos mensuales. Pero si leyeras eso, sospecharías, lo tomarías a broma. Donceles 815. Acuda en persona. No hay teléfono.

Recoges tu portafolio y dejas la propina. Piensas que otro historiador joven, en condiciones semejantes a las tuyas, ya ha leído ese mismo aviso, tornado la delantera, ocupado el puesto. Tratas de olvidar mientras caminas a la esquina. Esperas el autobús, enciendes un cigarrillo, repites en silencio las fechas que debes memorizar para que esos niños amodorrados te respeten. Tienes que prepararte. El autobús se acerca y tu estas observando las puntas de tus zapatos negros. Tienes que prepararte. Metes la mano en el bolsillo, juegas con las monedas de cobre, por fin escoges treinta centavos, los aprietas con el puno y alargas el brazo para tomar firmemente el barrote de fierro del camión que nunca se detiene, saltar, abrirte paso, pagar los treinta centavos, acomodarte difícilmente entre los pasajeros apretujados que viajan de pie, apoyar tu mano derecha en el pasamanos, apretar el portafolio contra el costado y colocar distraídamente la mano izquierda sobre la bolsa trasera del pantalón, donde guardas los billetes.

Vivirás ese día, idéntico a los demás, y no volverás a recordarlo sino al día siguiente, cuando te sientes de nuevo en la mesa del cafetín, pidas el des-ayuno y abras el periódico. Al llegar a la página de anuncios, allí estarán, otra vez, esas letras destacadas: historiador joven. Nadie acudió ayer. Leerás el anuncio. Te detendrás en el último renglón: cuatro mil pesos.

Te sorprenderá imaginar que alguien vive en la calle de Donceles. Siempre has creído que en el viejo centro de la ciudad no vive nadie. Caminas con lentitud, tratando de distinguir el número 815 en este conglomerado de viejos palacios coloniales convertidos en talleres de reparación, relojerías, tiendas de zapatos y expendios de aguas frescas. Las nomenclaturas han sido revisadas, superpuestas, con-fundidas. El 13 junto al 200, el antiguo azulejo numerado «47» encima de la nueva advertencia pintada con tiza: ahora 924. Levantaras la mirada a los segundos pisos: allí nada cambia. Las sinfonolas no perturban, las luces de mercurio no iluminan, las baratijas expuestas no adornan ese segundo rostro de los edificios. Unidad del tezontle, los nichos con sus santos truncos coronados de palomas, la piedra labrada de barroco mexicano, los balcones de celosía, las troneras y los canales de lamina, las gárgolas de arenisca. Las ventanas ensombrecidas por lar-gas cortinas verdosas: esa ventana de la cual se retira alguien en cuanto tu la miras, miras la portada de vides caprichosas, bajas la mirada al zaguán despintado y descubres 815, antes 69.

Tocas en vano con esa manija, esa cabeza de perro en cobre, gastada, sin relieves: semejante a la cabeza de un feto canino en los museos de ciencias naturales. Imaginas que el perro te sonríe y sueltas su contacto helado. La puerta cede al empuje levísimo, de tus dedos, y antes de entrar miras por última vez sobre tu hombro, frunces el ceño porque la larga fila detenida de camiones y autos gruñe, pita, suelta el humo insano de su prisa. Tratas, inútilmente de retener una sola imagen de ese mundo exterior indiferenciado.
Cierras el zaguán detrás de ti e intentas penetrar la oscuridad de ese callejón techado — patio, porque puedes oler el musgo, la humedad de las plantas, las raíces podridas, el perfume adormecedor y espeso—. Buscas en vano una luz que te guíe. Buscas la caja de fósforos en la bolsa de tu saco pero esa voz aguda y cascada te advierte desde lejos:

No. . . No es necesario. Le ruego. Camine trece pasos hacia el frente y encontrara la escalera a su derecha. Suba, por favor. Son veintidós escalones. Cuéntelos. Ahí.

Trece. Derecha. Veintidós.

El olor de la humedad, de las plantas podridas, te envolverá mientras marcas tus pasos, primero sobre las baldosas de piedra, enseguida sobre esa madera crujiente, fofa por la humedad y el encierro. Cuentas en voz baja hasta veintidós y te detienes, con la caja de fósforos entre las manos, el portafolio apretado contra las costillas. Tocas esa puerta que huele a pino viejo y húmedo; buscas una manija; terminas por empujar y sentir, ahora, un tapete bajo tus pies. Un tapete delgado, mal extendido, que te hará tropezar y darte cuenta de la nueva luz, grisácea y filtrada, que ilumina ciertos contornos.

Señora 
   dices con una voz monótona, porque crees recordar una voz de mujer
Señora. . .
Ahora a su izquierda. La primera puerta. Tenga la amabilidad.

Empujas esa puerta —ya no esperas que alguna se cierre propiamente; ya sabes que todas son puertas de golpe— y las luces dispersas se trenzan en tus pestañas, como si atravesaras una tenue red de seda. Solo tienes ojos para esos muros de reflejos desiguales, donde parpadean docenas de luces. Consigues, al cabo, definirlas como veladoras, colocadas sobre repisas y entrepaños de ubicación asimétrica. Levemente, iluminan otras luces que son corazones de plata, frascos de cristal, vidrios enmarcados, y solo detrás de este brillo intermitente veras, al fondo, la cama y el signo de una mano que parece atraer-te con su movimiento pausado.
Lograras verla cuando des la espalda a ese firmamento de luces devotas. Tropiezas al pie de la cama; debes rodearla para acercarte a la cabecera. Allí, esa figura pequeña se pierde en la inmensidad de la cama; al extender la mano no tocas otra mano, sino la piel gruesa, afieltrada, las orejas de ese objeto que roe con un silencio tenaz y te ofrece sus ojos rojos: sonríes y acaricias al conejo que yace al lado de la mano que, por fin, toca la tuya con unos dedos sin temperatura que se detienen largo tiempo sobre tu palma húmeda, la voltean y acercan tus dedos abiertos a la almohada de encajes que tocas para alejar tu mano de la otra.

Felipe Montero. Leí su anuncio.
Si, ya se. Perdón no hay asiento.
Estoy bien. No se preocupe.
Esta bien. Por favor, póngase de perfil. No lo veo bien. Que le de la luz. Así. Claro.
Leí su anuncio. . .
Claro. Lo leyó. ¿Se siente calificado? — Avez vous fait des etudes?
A Paris, madame.
Ah, oui, ga me fait plaisir, toujours, toujours, d'entendre. .. oui. .. vous savez... on etait telle-ment habitue. . . et apres...

Te apartaras para que la luz combinada de la plata, la cera y el vidrio dibuje esa cofia de seda que debe recoger un pelo muy blanco y enmarcar un rostro casi infantil de tan viejo. Los apretados botones del cuello blanco que sube hasta las orejas ocultas por la cofia, las sabanas y los edredones velan todo el cuerpo con excepción de los brazos envueltos en un chal de estambre, las manos pálidas que descansan sobre el vientre: solo puedes fijarte en el rostro, hasta que un movimiento del conejo te permite desviar la mirada y observar con disimulo esas migajas, esas costras de pan regadas sobre los edredones de seda roja, raídos y sin lustre.

Voy al grano. No me quedan muchos años por delante, señor Montero, y por ello he preferido violar la costumbre de toda una vida y colocar ese anuncio en el periódico.
Si, por eso estoy aquí.
Si. Entonces acepta.
Bueno, desearía saber algo más...
Naturalmente. Es usted curioso.