(1927-.......)
Escritor colombiano
Los primeros niños que vieron el promontorio
oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era
un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron
que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los
matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y
naufragios que llevaba encima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.
Habían jugado con él toda la tarde,
enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando alguien los vio por
casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres que lo cargaron
hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los muertos
conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado
demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos.
Cuando lo tendieron en el suelo vieron que
había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la
casa, pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la
muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y
sólo la forma permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su
piel estaba revestida de una coraza de rémora y de
lodo.
No tuvieron que limpiarle la cara para saber
que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas unas veinte casas de tablas,
con patios de piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un cabo
desértico. La tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con el
temor de que el viento se llevara a los niños, y a los muertos que les iban
causando los años tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar era manso
y pródigo, y todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando se
encontraron el ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse
cuenta de que estaban completos.
Aquella noche no salieron a
trabajar en el mar. Mientras los hombres averiguaban si no faltaba alguien en los
pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el
lodo con tapones de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos
y le rasparon la rémora con fierros de desescamar pescados.
A medida que lo hacían, notaron que su
vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas estaban
en piltrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales. Notaron
también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante
solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura sórdida y
menesterosa de los ahogados fluviales. Pero solamente cuando acabaron de
limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se
quedaron sin aliento.
No sólo era el más alto, el más fuerte, el más
viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo
estaban viendo no les cabía en la
imaginación. No encontraron en el
pueblo una cama bastante grande para tenderlo ni una mesa bastante sólida para
velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni
las camisas dominicales de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor
plantado.
Fascinadas por su desproporción y su
hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle unos pantalones con un
pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera
continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo,
contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no
había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como
aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo que ver con el muerto.
Pensaban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa
habría tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y
el bastidor de su cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro,
y su mujer habría sido la más feliz.
Pensaban que habría tenido tanta autoridad que
hubiera sacado los peces del mar con sólo llamarlos por sus nombres, y habría
puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre
las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo
compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de
hacer en toda una vida lo que aquél era capaz de hacer en una noche, y
terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más
escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban extraviadas por esos dédalos de
fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había
contemplado al ahogado con menos pasión que compasión,
suspiró:
—Tiene cara de llamarse
Esteban.
Era verdad. A la mayoría le bastó con
mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro nombre. Las más
porfiadas, que eran las más jóvenes, se mantuvieron con la ilusión de que al
ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera
llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los
pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas
ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la camisa. Después de la
media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor
del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban.
Las mujeres que lo habían vestido, las que lo
habían peinado, las que le habían cortado las uñas y raspado la barba no
pudieron reprimir un estremecimiento de compasión cuando tuvieron que
resignarse a dejarlo tirado por los suelos.
Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió
haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto
le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las
puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas
sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la
dueña de casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo
siéntese aquí Esteban, hágame el favor, y él recostado contra las paredes,
sonriendo, no se preocupe señora, así estoy bien, con los talones en carne viva
y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas las visitas, no se
preocupe señora, así estoy bien, sólo para no pasar vergüenza de desbaratar la
silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas
Esteban, espérate siquiera hasta que hierva el café, eran los mismos que
después susurraban ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto
hermoso.
Esto pensaban las mujeres frente al cadáver un
poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo
para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan
indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas
de lágrimas en el corazón.
Fue una de las más jóvenes la que empezó a
sollozar. Las otras, asentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los
lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el
ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto
que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial,
el pobre Esteban.
Así que cuando los hombres volvieron con la
noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas
sintieron un vacío de júbilo entre las
lágrimas.
—¡Bendito sea Dios —suspiraron—: es
nuestro! Los hombres
creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer.
Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era quitarse
de una vez el estorbo del intruso antes de que prendiera el sol bravo de aquel
día árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas con restos de trinquetes y
botavaras, y las amarraron con carlingas de altura, para que resistieran el
peso del cuerpo hasta los acantilados.
Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla
de buque mercante para que fondeara sin tropiezos en los mares más profundos
donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de nostalgia, de manera que
las malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla, como había sucedido
con otros cuerpos.
Pero mientras más se apresuraban, más cosas se
les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo. Andaban como gallinas
asustadas picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando aquí
porque querían ponerle al ahogado los escapularios del buen viento, otras
estorbando allá para abrocharse una pulsera de orientación, y al cabo de tanto
quítate de ahí mujer, ponte donde no estorbes, mira que casi me haces caer
sobre el difunto, a los hombres se les subieron al hígado las suspicacias y
empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar mayor para un
forastero, si por muchos estoperoles y calderetas que llevara encima se lo iban
a masticar los tiburones, pero ellas seguían tricotando sus reliquias de
pacotilla, llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en suspiros lo
que no se les iba en lágrimas, así que los hombres terminaron por despotricar
que de cuándo acá semejante alboroto por un muerto al garete, un ahogado de
nadie, un fiambre de mierda.
Una de las mujeres, mortificada por tanta
insolencia, le quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también los
hombres se quedaron sin
aliento.
Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo
reconocieran. Si les hubieran dicho Sir Walter Raleigh, quizás, hasta ellos se
habrían impresionado con su acento de gringo, con su guacamayo en el hombro,
con su arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el
mundo, y allí estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de
sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo.
Bastó con que le quitaran el pañuelo de la
cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no tenía la culpa de
ser tan grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello
iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, en serio, me
hubiera amarrado yo mismo un áncora de galón en el cuello y hubiera
trastabillado como quien no quiere la cosa en los acantilados, para no andar
ahora estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes dicen, para no
molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada que ver
conmigo.
Había tanta verdad en su modo de estar, que
hasta los hombres más suspicaces, los que sentían amargas las minuciosas noches
del mar temiendo que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con
los ahogados, hasta ésos, y otros más duros, se estremecieron en los tuétanos
con la sinceridad de Esteban.
Fue así como le hicieron los funerales más
espléndidos que podían concebirse para un ahogado expósito. Algunas mujeres que
habían ido a buscar flores en los pueblos vecinos regresaron con otras que no
creían lo que les contaban, y éstas se fueron por más flores cuando vieron al
muerto, y llevaron más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta gente que
apenas si se podía caminar.
A
última hora les dolió devolverlo huérfano a las aguas, y le eligieron un padre
y una madre entre los mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos y primos,
así que a través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser
parientes entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a distancia
perdieron la certeza del rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor,
recordando antiguas fábulas de sirenas.
Mientras se disputaban el privilegio de
llevarlo en hombros por la pendiente escarpada de los acantilados, hombres y
mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la desolación de sus calles, la
aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la
hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que volviera si quería, y
cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos
que demoró la caída del cuerpo hasta el abismo.
No
tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que ya
no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero también sabían que
todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban a tener las puertas más
anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo de
Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los travesaños, y que
nadie se atreviera a susurrar en el futuro ya murió el bobo grande, qué
lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban a pintar las fachadas de
colores alegres para eternizar la memoria de Esteban, y se iban a romper el
espinazo excavando manantiales en las piedras y sembrando flores en los
acantilados, para que los amaneceres de los años venturos los pasajeros de los
grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar, y el
capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su
astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el
promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas:
miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de
las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia dónde girar los
girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban.